El 8 de Abril de 2007, La Crónica nos sorprende con un artículo firmado por ICAL (la agencia de noticias "del régimen") sobre el renovado interés por la lengua leonesa. En el artículo se mezclan datos históricos reales, junto con olvidos más o menos intencionados (a la hora de contar falantes nos olvidamos de mirandeses y asturianos), y se difumina todo con un tinte académico aséptico que sólo se pierde en la última opinión personal de un Catedrático de latín medieval, respetable como todas. Existen otras personas, al menos tan respetables como Maurilio Pérez, a las que se les podría haber dado incluso la oportunidad de expresar sus ideas, no tan afines a la linea de pensamiento oficial.
Leer artículo completo en:
http://www.proidentidadleonesa.org/index.php?id_entrada=357
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1 comentario:
En el blog de la periodista Cristina Fanjul, tras un furibundo ataque al punto.lli y al "leonés", entre las muchas respuesta, en uno y otro sentido, creo que hay una que merece destacar y os recomiendo leer:
Un falante dijo
Estimada Cristina,
Durante los últimos años he observado (permíteme que te tutee) con admiración el trabajo que realizas en los medios de comunicación leoneses. Siempre me has parecido una persona valiente, trabajadora, y que se ha mojado en la defensa de la cultura leonesa al máximo nivel que permite un medio de comunicación.
Por eso, me siento profundamente entristecido con el artículo que nos dedicas.
Verás Cristina, mi familia es falante de Llingua Llïonesa,proceden de uno de los mas bellos lugares que uno puede encontrarse, el valle del Curueño.
Durante años, fruto de mi ignorancia como púber, me reía de todos aquellos que en el pueblo hablaban de aquella manera tan paleta, absurda, llena de errores, que me recordaban a los personajes más garrulos que aparecían por la televisión.
Mi familia eran mis particulares Paco Martínez Soria, unos catetos sin estudios mínimos, que hablaban mal el castellano y que provocaban las risas cuando, en un mal intento por pronunciar correctamente un verbo, emitían un "dijon" o "trajon".
La comunicación con mis tías o con mi abuela siempre fue difícil. Tampoco eran personas estudiadas y su tono de voz, acompañado con una insólita velocidad verbal y su extraño código lingüístico, hacían que no pudiera menos que esbozar una sonrisa.
Pero lo peor no era aquello, al fin y al cabo gracioso para mí, un chavalin. Lo peor era cuando mis padres, especialmente mi papa, tenían que enfrentarse a una conversación en castellano con cualquier padre o profesor de mi colegio de monjas.
Era de entender que, para un chaval como yo, todo aquello suponía una tortura. Así que decidí convertirme en su particular apuntador, que corregía con vehemencia los palabros que salían por la boca de mis padres. Abaixu era abajo, prau era prado, ye era es, cacia era la vajilla y la rodea era el trapo.
¡Que mal hablas!, le decíamos a mi padre, acompañado, para reforzar su culpabilidad, de un "cateto" o "paleto", cuando no un "garrulo, que ya no estamos en el pueblo".
Pero uno, irremediablemente y en esto si que no tienen nada que ver las lenguas, crece. Crece y empieza a tener otro tipo de inquietudes. Se empieza por descubrir el valor real de tu pueblo y acabas diseccionando el habla de toda tu familia.
Yo, verdaderamente, empieza a cambiar mi modo de ver las cosas. Lo que antes me parecía inútil, arcaico y carente de valor, se convirtió, después de un tiempo, en uno de los legados familiares que más me dolió perder.
Cuando uno empieza a viajar más allá de su casa urbanita por puro placer encuentra miles de cosas maravillosas. Encuentra, por ejemplo, el inmenso valor afectivo de las palabras. Uno descubre como es diferente a todo el escuchar a tu madre incitándote a "acocharte", a tu padre diseminar toda una gama de árboles que no los llamaba robles, si no carballos, y sobre todo, a ti mismo soltando palabras que no tendrían sentido en tu vida diaria.
Pero mi curiosidad no quedó ahí, conocí diversos grupos de gente que me hablaron de la existencia de una lengua, el Llïonés, que se extendía por un territorio, que tenía unas características y que decían que nos era propia.
Pero no es justo, ni académico, ni de listos, el creerse las cosas sólo por el hecho de que te las repitan. Y menos estos asuntos de las lenguas, tan alejados de la ciencia en los debates y tan cercanos a los políticos, curiosos expertos lingüísticos todos.
La prueba de fuego, mi bautizo, fue descubrir la sonoridad de la lengua en otro tono, mucho menos viciado, conviviendo en armonía con la sociedad. Para mi La Cabreira fue un oasis dentro de mi desierto particular. Las cosas que decían mis padres también las escuché allá, cientos de kilometros ríos abajo de mi pequeño terruño. Sin duda, existían conexiones inequívocas.
Siempre podía ser que los leoneses fueran catetos y palurdos en cualquier lugar, así que profundicé un poco más. Recorrí pueblos, recogí expresiones y conversaciones, muchas veces a la orilla de un llar, acompañado de la gaita del señor Moisés.
Todo ello, y miles de kilómetros recorridos me mostraron la existencia de una cultura, en la que la lengua era un pilar fundamental.
No era posible entender pues, los conceyos, los filandones o la siega sin entender la lengua.
De ese modo, empecé a considerar mas mío cualquier muestra de cultura tradicional, que las propias piedras góticas o románicas de la capital, que para aquel entonces, se había convertido en un nido infecto de nuevos cosmopolitas. Emigrados de los pueblos no hace mucho y que dejaron en el cajón del olvido la herencia cultural de los que estuvieron antes que ellos y, por que no, la que también habían creado ellos mismos.
Entendí, en ese momento, que era necesario un mayor compromiso de todos, del circulo social leonés, para mantener vivo un legado humano tan amplio como el que poseemos nosotros.
Mis padres ya no eran humillados por mi, sino invitados a nombrar las cosas en esa segunda lengua olvidada. Si en casa se decía coruxa o cimeiru era, para mi, un motivo de alegría.
Poco a poco evolucionaron las corrientes de opinión, tímidamente más bien, hacia posturas más favorables Pero siempre he sido paciente, puesto que si a mi me costó entender el cambio que supone ser transmisor de una lengua diferente al castellano, más difícil sería el cambio para quienes se cultivaron a la sombra de colegios mayores, caros colegios, despachos de eminentes abogados, o cuarteles de la guardia civil.
¡Hasta se legisló por primera vez! La lengua que hablaban mis padres iba tener su pequeño rinconcito en ese crisol apagado al que llaman, sin saber en base a que, "Gobierno Regional".
Incluso, hace unos días, parece que el leonés pedía su merecido paso en el mundo de las nuevas comunicaciones. Un dominio propio, que aglutinaría la cultura leonesa y que nos serviría de escaparate al mundo. Quizás algún día en el lugar más recóndito del planeta podría encontrar alguien con suficiente empatía como para descubrir, tal y como hice yo, nuestra lengua y cultura.
No obstante, en el camino que estoy recorriendo, siempre ha habido quien, en base a sus propias elucubraciones, me ha puesto zancadillas, a mi y a todos los que en mayor o menor medida estamos luchando por mantener el legado cultural del que un día nos empezamos a sentir orgullosos.
Tanto o mas que de las piedras góticas o románicas. Estimada Cristina, confío en ti para que seas una más en este camino y no te dejes alienar por los políticos que siguen induciéndonos a pensar que defender una lengua minoritaria es sinónimo de sustantivos peyorativos, que yo, por respeto a los que luchan día a día, no voy a reproducir.
Sabes, al leer tus palabras me has recordado al pequeño guahe que se reía de sus propios padres, llamándoles catetos.
El único cateto era él.
10 Enero 2007 | 04:29 AM
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